La mochilera de las piedras
Había una vez una mujer que caminaba por la montaña con una mochila que pesaba cada día un poco más. Cuando el camino se empinaba, el peso le clavaba las correas en los hombros, pero ella seguía adelante: «No pasa nada, puedo con todo», se repetía.
Un atardecer se topó con un refugio. La guardesa le ofreció sentarse y, sin tocar la mochila, le pidió que contara qué llevaba dentro. La mujer se encogió; no quería abrirla, temía que las piedras cayeran y mostraran sus nombres: miedo, culpa, cansancio, dudas.
“Aquí dentro pesan igual que fuera” , dijo la guardesa, “pero cuando las sacas, dejan de lastimarte la espalda.”
Con manos temblorosas, la viajera desató el nudo. Cada piedra al caer sonó hueca, menos temible de lo que imaginaba. Al final, la mochila quedó casi vacía: ligereza que dolía un poco, pero aliviaba mucho.
A la mañana siguiente reanudó la ruta; las cuerdas ya no cortaban la piel y el camino, aunque igual de empinado, se sentía distinto. Entendió que el dolor de abrir la mochila era el precio justo por volver a caminar sin lastimarse.